Recuerdo cuando hace algún tiempo, en una clase con María Fux, la bailarina y danzaterapeuta que más admiro y con la que me formé durante varios años participando de sus encuentros semanales y seminarios intensivos, me ocurrió algo que todavía me hace erizar la piel.
Tanto a María como a Majo (María José Vexenat, una de sus grandes discípulas), cada vez que pude les pregunté: ¿cómo hago yo, que no soy artista, -si bien tengo una formación corporal desde pequeña-, para trasmitirle a mis pacientes lo que aquí se vivencia? Puedo asegurarles que al finalizar cada clase de María, uno se emociona y llora, siente que libera tensiones, que flota, que es más feliz, que se adueñó un poco más de sí mismo, que se afloja o que se ha olvidado del problema que lo aquejaba por lo menos esa hora...
Y las respuestas que me ofrecían, no me alcanzaban. No me hablaban ni en chino ni en esperanto, idiomas que no manejo, pero no lograba ‘captar’ lo que me querían decir.
Mi búsqueda, (en ese momento así lo creía) era “científica”, y de allí, a decidir estudiar Psicomotricidad (para encontrar dichos fundamentos ‘científicos’ sobre el trabajo con “lo psico-corporal” –o como les guste denominarlo- fue cuestión de ir, realizar mis estudios, recibirme y aquí estoy, aún reflexionando sobre el tema).
Moverse, pensar, actuar, marco terapéutico, encuadre, simbolización, representación, expresión, energía, desbloqueo, coraza, formación, danza, arte, dolor, eran palabras que giraban en mi cabeza en esa época.
María Fux, trabaja algunos días con niños y otros con grupos de jóvenes, adultos y adultos mayores siempre ‘integrados’. En sus clases podemos interactuar todos, gente sin patología “aparente”, algunos con síndrome de down, otros con espasticidad, con parálisis cerebral, autismo, sordos, ciegos, mujeres, varones, incluso ha trabajado con mujeres intervenidas quirúrgicamente por cáncer de mama, etc…
La cuestión fue una propuesta de María, cuando aquel día, se le ocurrió que trabajemos en parejas con unas telas de colores. No explicaré la dinámica ya que quiero ser breve y solo diré que al principio, comenzamos a desplazarnos por el espacio para encontrarnos espontáneamente, cada uno, con su pareja.
Me había topado como compañera aparentemente 'con todas las habilidades intactas', y justamente psicomotricista. Desde el fondo, María indicaba al grupo: acérquense, compartan el espacio, mírense, busquen la mirada del otro…
Cierta incomodidad nos invadió a ambas y no lográbamos "conectar". No encontraba sus ojos. No establecíamos ningún “diálogo”. Yo intentaba pero no hallaba con quien “conversar la danza”. Bailábamos “monologando”, era una danza “paralela” (haciendo una analogía con el juego paralelo de los chicos). No se a quién miraba mi compañera pero no era a mí.
Enojada, María interrumpió la música, -era claro que no nos había ocurrido solo a nosotras-, y nos explicó qué buscaba.
Nuevamente, comenzamos a desplazarnos con una música diferente, jugamos con las telas, algunos de pie, otras sentadas, hasta encontrar un nuevo compañero.
Esta vez me tocó en suerte alguien que dirigió mi cuerpo y mi mirada hasta el final de la clase para terminar con lágrimas en los ojos.
La Morrison, Sandra Morrison, (click en el nombre para mirar sus obras), una bailarina y artista plástica me miró. Me miró los ojos y me atravesó. Me invadió suave pero firmemente con sus movimientos quebrados por la espasticidad. Al principio creí que nos íbamos -o se 'me' iba a caer-, pero no, de inmediato establecimos un ritmo mutuo. Nos miramos. Nos hablamos danzando, sin miedos, sin prejuicios, cada una con su cuerpo, su sexualidad. Siendo. Y al final, emocionándonos.
No me interesa ahora desglosar qué parte de toda esa situación fue “científica” o “artística”, lo que no me cabe duda, es que fue profundamente “humana”.
Gracias María y Gracias Sandra.